jueves, 12 de diciembre de 2013
UNA REGENERACIÓN PENDIENTE.
La
dirección de una parte de nuestras instituciones públicas ha estado, y acaso lo
siga estando en más casos de los que creemos, en manos de personas que carecen
de las cualidades de integridad requeridas para el gobierno de los asuntos
públicos, personas que no han sabido o han carecido de voluntad para preservar
el interés general o evitar que intereses privados vinieran a condicionar
decisiones y comportamientos públicos.
La
corrupción –entendida como utilización de las funciones públicas, tanto
políticas como administrativas, a favor de intereses privados- ha supuesto una
gravísima deficiencia de nuestro país, que ha alcanzado a las más altas
instituciones del Estado, como pueden ser la Familia Real o el Consejo
General del Poder Judicial, y a todo tipo de instituciones, incluidas las
organizaciones empresariales y sindicales, y que se ha extendido por las esfera
pública y privada, con casos de enriquecimiento ilícito y de abusos en la
práctica totalidad de los sectores sociales.
La
corrupción preocupa a los ciudadanos –desmoraliza a la sociedad- y deslegitima
a las instituciones públicas, al quebrar la imprescindible relación de
confianza que, en una democracia, ha de sustentar a los diferentes poderes
públicos que intervienen en la ordenación de la vida social, asumiendo la
función de promover y preservar el interés general de la sociedad.
Los
últimos informes hechos públicos por la organización Transparencia
Internacional ponen de manifiesto el grave retroceso de nuestro país en esta
materia –la corrupción ha sido una circunstancia agravante de nuestra crisis
económica y un principal desencadenante de la crisis política e institucional
que padecemos-, y los ciudadanos no vemos una voluntad clara de nuestros
representantes políticos para regenerar nuestra vida pública. Esta viene
produciéndose exclusivamente a golpe de sentencia judicial, dejando así en
manos de los jueces la eliminación de los políticos o gestores corruptos.
El
Día Internacional contra la
Corrupción que se celebró el 9 de diciembre, por decisión de
Naciones Unidas, para conmemorar la aprobación de la Convención de Naciones
Unidas contra la Corrupción
en 2003, nos debería servir para asumir, como ciudadanos de una democracia, un
compromiso inequívoco con los valores éticos propios de nuestro sistema
constitucional –el respeto del ordenamiento jurídico, en primer lugar- y
reclamar de las instituciones públicas mayores y más exigentes estándares de
conducta, evitando la perniciosa banalización del incumplimiento de las normas,
como se ha venido a hacer desde el Gobierno de Aragón al incumplir los plazos
estatutarios para aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos de la Comunidad Autónoma.
El
programa de regeneración pública, al margen de las propuestas planteadas al
Gobierno de la Nación
desde el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, está claramente
recogido en la Convención
de Naciones Unidas contra la
Corrupción aprobada en 2003 y ratificada por España en 2006.
Dicha Convención se halla incomprensiblemente ausente de la práctica totalidad
de propuestas y proclamas que, desde los más variados ámbitos, se realizan
contra la corrupción en España, por lo que esta Asociación se siente en la
obligación de iniciar, a partir de hoy, una campaña constante para reclamar de
las instituciones públicas españolas y europeas un desarrollo pleno de los
mecanismos de prevención y sanción de la corrupción que se contienen en la
citada Convención.
Hay
quienes de manera injusta e interesada achacan a nuestra Constitución defectos
de la vida pública que solo son imputables a quienes han ejercicio funciones
públicas o responsabilidades en el sector privado sin atenerse a criterios
éticos de conducta ni ajustar sus decisiones al ordenamiento jurídico,
anteponiendo su ambición e intereses a los fines propios y valiosos que
justifican la labor de quienes ejercen tareas de gobierno y de cualquier otra
actividad profesional. Recuperar la ética profesional propia de cada colectivo
–incluida la ética administrativa de los servidores públicos- y reforzar la
ética pública del conjunto de la ciudadanía constituye una premisa ineludible
para la efectiva regeneración de nuestra vida democrática y restablecer, con
ello, la plena vigencia de nuestros valores constitucionales.
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